5 de diciembre de 2012

Huelga y servicios públicos



Llevamos unos meses en los que son frecuentes las llamadas a la huelga. Dos de ellas han sido generales. Y por desgracia no han faltado escenas de coacción y de vandalismo. Hasta el punto de que, en ocasiones, la frase de la imagen -quieren acabar con todo- parecía más una descripción a posteriori de la actuación de los piquetes que un lema inicial de convocatoria: la televisión no dejó dudas acerca de quiénes intentaron realmente acabar con todo.

Lo cierto es que estas huelgas acarrean una especie de monótono festín informativo. Sospecho que, en las redacciones,  la información  carga esos días sobre las espaldas de los becarios, pues el guión es siempre el mismo y, en consecuencia, la coyuntura bien puede permitir unas jornadas de asueto a los principales comunicadores de la cadena. Incluso los temas de debate son también los mismos, una y otra vez: que si no hay aún ley de huelga, que si los servicios mínimos han sido abusivos, que si los que acaban pagando el pato son los que hacen cola ante el autobús o atestan los andenes del metro...

Realmente son impresentables ambas actuaciones: la de los huelguistas que no se apean de los viejos métodos y la de los gobernantes que afrontan tales situaciones con una pasividad cómplice, insensible a las evidentes lesiones de los derechos ciudadanos. Al respecto, creo que los funcionarios tenemos un importante papel en el fenómeno. Y no puede ser que constituyamos el núcleo duro sociológico de tales movimientos. Por dos motivos:

Primero, por coherencia profesional. Las convocatorias de huelga que coartan y obstruyen el buen funcionamiento de los servicios públicos deberían contar con nuestro expreso rechazo precisamente por nuestra condición de trabajadores encargados de asegurar la prestación efectiva de tales servicios.

Segundo, por lógica jurídica. Nuestro régimen funcionarial contiene elementos que bien pueden considerarse privilegios comparados con las ordinarias relaciones laborales y se supone que tienen íntima relación con la especificidad y relevancia de nuestras funciones. A cambio, nuestro derecho de huelga, ¿no debería de ser igualmente particularizado, reduciéndolo cuanto sea necesario para salvaguardar también así el desempeño de esas mismas funciones?

Adicionalmente, el efecto de imagen que damos es desastroso, por mucho que clamemos en la calle por los consabidos servicios públicos de calidad. Por el contrario, una autorestricción de tal derecho en aras del efectivo beneficio de nuestros conciudadanos probablemente contribuiría a recuperar un poco del prestigio social perdido por las administraciones públicas.