13 de julio de 2012

Arrobas y adarmes



Mi tía Julia utiliza de vez en cuando una expresión popular que hoy resulta casi desconocida: los males entran por arrobas y salen por adarmes. Es un modo de decir que el infortunio llega muchas veces en tromba, como el agua en las inundaciones, y, por el contrario, se marcha muy poco a poco, cubo a cubo, por seguir con el ejemplo anterior.

Ambos términos, arrobas y adarmes, son muy sonoros. La Academia nos recuerda que proceden del árabe y que son medidas de peso: la arroba equivale a 11.5 kilogramos y el adarme a 1.79... ¡gramos!

También recoge la Academia el uso de las expresiones por arrobas (abundantemente, sobrada y excesivamente) y por adarmes (en cortas porciones o cantidades, con mezquindad), sobre las que acertadamente descansa el dicho popular.

Traigo esto a colación porque me parece que refleja con mucha precisión un rasgo de la realidad que nos repugna particularmente. No tanto el que llegue el mal en abundancia cuanto que tarde tanto tiempo en desaparecer del todo. Quizá porque la tecnología nos ha introducido en la ilusión de que todo es instantáneo y de que para cada mal hay previsto un botón que inmediatamente lo corrige...

Mi sorpresa ha sido encontrar el dicho en un conocido artículo político de Francisco Silvela, España sin pulso, publicado en Madrid, el 16 de agosto de 1898. Copio el párrafo en cuestión, muy de aplicación a los tiempos que corren:

"El efecto inevitable del menosprecio de un país respecto de su poder central es el mismo que en todos los cuerpos vivos produce la anemia y la decadencia de la fuerza cerebral: primero, la atonía, y después, la disgregación y la muerte. Las enfermedades dice el vulgo que entran por arrobas y salen por adarmes, y esta popular expresión es harto más visible y clara en los males públicos."


¡Paciencia, pues!


6 de julio de 2012

Cómo reducir escaños de modo democrático



Se diría que hoy asistimos a una actitud abstencionista de doble sentido: los ciudadanos votamos cada vez menos a los políticos y estos, a su vez, acuden cada vez en menor número a las sesiones parlamentarias. Debe de ser esta fatal combinación la que ha dado lugar al topiquillo ese del déficit democrático...

En las últimas convocatorias electorales han arreciado los llamamientos a la abstención explícita y, también, las propuestas tendentes a hacer visibles los resultados de no votar, de votar en blanco o de hacer que el voto sea anulado. En este apartado algunas iniciativas han logrado cierta resonancia: Ciudadanos en blanco, Escaños vacíos, etc.

Me parece loable el empeño de mostrar gráficamente en el hemiciclo que el partido mayoritario viene siendo... ¡el de los que no votan! Y, en consecuencia, eliminar el interesado criterio de los políticos que les permite disponer de la totalidad de los escaños al considerar como total el número de votos emitidos y no el de los ciudadanos con derecho a votar. Criterio que proporciona la engañosa imagen de un hemiciclo repleto, al menos en las grandes ocasiones.

Propongo completar las propuestas anteriores con otra bien asequible: en cada elección, el número de escaños en juego será... ¡el de los que efectivamente se cubrieron la vez anterior! Es decir, siempre sobre la base de que el 100% de escaños correspondería al voto de todo el censo electoral, en cada convocatoria sólo se ofertarían los que los ciudadanos hubiesen decidido emplear en la legislatura que acaba, vinculando así el número de escaños a los realmente deseados por el conjunto de ciudadanos, sin arbitrariedad alguna: ni uno más, ni uno menos.


Si la visibilidad de los escaños sin nombre ya causaría dolor al gremio representativo, la aplicación de esta otra propuesta en sucesivas elecciones desataría el terror entre las filas de los partidos. Muy probablemente, el hemiciclo quedaría pronto en desuso y, en pocos años, los plenos tendrían lugar ¡juntando un par de mesas de la cafetería!