Se diría que hoy asistimos a una actitud abstencionista de doble sentido: los ciudadanos votamos cada vez menos a los políticos y estos, a su vez, acuden cada vez en menor número a las sesiones parlamentarias. Debe de ser esta fatal combinación la que ha dado lugar al topiquillo ese del déficit democrático...
En las últimas convocatorias electorales han arreciado los llamamientos a la abstención explícita y, también, las propuestas tendentes a hacer visibles los resultados de no votar, de votar en blanco o de hacer que el voto sea anulado. En este apartado algunas iniciativas han logrado cierta resonancia: Ciudadanos en blanco, Escaños vacíos, etc.
Me parece loable el empeño de mostrar gráficamente en el hemiciclo que el partido mayoritario viene siendo... ¡el de los que no votan! Y, en consecuencia, eliminar el interesado criterio de los políticos que les permite disponer de la totalidad de los escaños al considerar como total el número de votos emitidos y no el de los ciudadanos con derecho a votar. Criterio que proporciona la engañosa imagen de un hemiciclo repleto, al menos en las grandes ocasiones.
Propongo completar las propuestas anteriores con otra bien asequible: en cada elección, el número de escaños en juego será... ¡el de los que efectivamente se cubrieron la vez anterior! Es decir, siempre sobre la base de que el 100% de escaños correspondería al voto de todo el censo electoral, en cada convocatoria sólo se ofertarían los que los ciudadanos hubiesen decidido emplear en la legislatura que acaba, vinculando así el número de escaños a los realmente deseados por el conjunto de ciudadanos, sin arbitrariedad alguna: ni uno más, ni uno menos.
Si la visibilidad de los escaños sin nombre ya causaría dolor al gremio representativo, la aplicación de esta otra propuesta en sucesivas elecciones desataría el terror entre las filas de los partidos. Muy probablemente, el hemiciclo quedaría pronto en desuso y, en pocos años, los plenos tendrían lugar ¡juntando un par de mesas de la cafetería!
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