Semblanza de los días de la semana
Lunes
Al lunes le han creado una terrible mala fama. Mucha culpa tienen de ello los locutores de radiofórmulas musicales en FM, tan aficionados a elevar los ánimos matutinos del sufrido radioescucha. De modo recurrente, cifran la felicidad de la nueva jornada en su mayor o menor proximidad con el dichoso findesemana, por lo que el lunes siempre se lleva la peor parte. También trabajan en esta dirección los prosaicos comentarios oficiniles, endilgándole al primer día laboral la responsabilidad de unos estados de ánimo verdaderamente deprimentes. Cuando resulta patente que tales situaciones anímicas, por lo común, tienen mucho más que ver con la psiquiatría que con el calendario.
Aún hay un factor más en contra del lunes. La generalizada
“depresión del domingo por la tarde” suele ser achacada al inmediato
advenimiento de nuestro día. Es posible que así sea en algunos casos, pero me
temo que, por lo general, asistimos a una maniobra de enmascaramiento: ¿no es
más lógico pensar que la citada depresión tenga su origen en el lamentable uso
que acaba de hacerse del findesemana?
O, peor aún, ¿no puede provenir del malsano hábito de concentrar en esos días
desmesuradas esperanzas de felicidad? Si fuese el lunes el causante, la
depresión surgiría al caer la tarde de ese día, no veinticuatro horas antes.
Ciertamente, la rigidez que impera en los hábitos sociales hace del lunes un día de cambio. Es posible que en muchas ocasiones nos pille desprevenidos, con la atención a medio gas y sin una particular capacidad para el proyecto o para la ejecución minuciosa. A cambio, el lunes suele ofrecer situaciones de serenidad en las que los asuntos, al retomarlos, no se muestran tan agobiantes o crueles como los dejamos el viernes anterior. Bien que mal, la mente se ha refrigerado al desviar la atención de lo laboral y dar paso a cualquier otra actividad.
Además, el lunes constituye una excelente ocasión para lo que hoy conocemos como “proactividad”. En su nivel más simple, tal actitud consiste en la programación de las actividades a realizar en los días próximos. Bien hecha, la semana puede pasar a ser considerada como un conjunto de oportunidades en vez de imaginarla como un inacabable tedio. Incluso, hay quien piensa que lo ideal sería dedicar el domingo por la tarde a programar algo de la nueva semana. Se ahuyentaría así la consabida depresión y, de paso, recibiríamos al lunes con el motor ya en ralentí. De hecho, estas son las dos funciones que el lunes siempre realiza: despejarnos del sueño del findesemana y poner a punto las capacidades habituales para estar así en condiciones de rendir... ¡el martes!
Martes
Ya apenas se divisa el puerto y el barco está entrando en mar abierto. De nuevo, inmersos en el cotidiano oleaje laboral. Día antipático, este martes, espacio de requisitorias escuetas, reclamaciones poco consideradas y emplazamientos inmisericordes. El traqueteo de las jerarquías y de la compartimentación laboral alcanza su velocidad de crucero, exigiendo que se materialicen -¡ya!- encargos, proyectos y... banalidades.
Es un día muy apropiado para evocar cómo se habrían ganado la vida Adán y Eva si las cosas hubiesen sido de otro modo. Para imaginar los modos y maneras de un trabajo humano que realmente mereciese ese adjetivo. Porque en la imagen bíblica del “sudor de la frente” se encierran todos los inconvenientes que hoy vemos como elementos inseparables del trabajo. Y entonces no era así. La misma Naturaleza, admirada ante la dignidad de un hombre que trataba directamente con su Dios, se apresuraba a servirle, ahorrándole las penalidades que hoy conocemos. Y, supongo, el mismo Dios, complacido ante la obediencia del hombre, le recompensaba suprimiendo cualquier otra jefatura intermedia... En fin, ¡el paraíso!
Aún hoy tienen cabida algunos rasgos que podrían hacernos recordar aquel estado de cosas. Cuando, por ejemplo, el hombre se empeña por convertir la tarea en algo propio, tratando de crear, de convertir aquello en una manifestación de su propia persona. O cuando a quien dirige le sobreviene la iluminación de que está tratando con personas y actúa en consecuencia. O cuando el trabajo está entretejido con el afecto hacia todos aquellos que recibirán el resultado, bien del servicio, bien del salario. En definitiva, cuando se está bien lejos de la difundida mentalidad del “curro” en la que la prestación laboral queda reducida al fastidioso trámite que nos separa de la contraprestación salarial.
El martes es frecuente día de reuniones. Es necesario transmitir
indicaciones, presentar proyectos, exigir resultados o, simplemente, compartir impresiones y averiguar que al otro
también le ha tomado el asunto por sorpresa... En las reuniones de menor aforo,
incluso es posible que el objetivo sea saber qué precisa el otro, en qué se le
puede atender o de qué manera se colaborará en la resolución de la necesidad
común. También por aquello de nuestros primeros padres sigue siendo difícil la
apertura al otro, el ponerse en sus zapatos, la emergente “empatía”. Pero
también sigue siendo posible, una vez pagado el obligatorio peaje a costa de la
personal comodidad o de la propia pereza mental. Entonces surge el diálogo, el
entendimiento, el “hacerse cargo”. Y se yugulan penosos conflictos cuando sólo
están apuntados. Los martes, para acordar.
Miércoles
Llegados a este punto, el panorama se asemeja a la imagen típica del náufrago cuya barquichuela se bambolea en mitad del océano bajo el sol del trópico. Estamos a miércoles, en plena travesía de la semana laboral. El descanso pasado ya no se recuerda y el que está por venir aún no se adivina. Amanece un día largo, muy escaso en acontecimientos capaces de poner un punto de color al blanco y negro característico de la ocupación habitual.
Claro que, si seguimos el luminoso consejo de “hacer de la necesidad virtud”, es posible que descubramos una de las claves de tantas desazones cotidianas. Me refiero a esa punzante sensación de no llegar, de tener listas de asuntos pendientes, de ir retrasando esto y aquello... Y es que, en efecto, es muy difícil sacar algo adelante sin dedicarle el tiempo que requiere y el grado de atención que merece. Es decir: las cosas agobian porque no se hacen; y no se hacen porque -muchas veces- no se buscan las condiciones que se precisan para hacerlas. El miércoles, con su largo tiempo de trabajo, nos ofrece una ocasión para centrar la atención, para examinar los asuntos con profundidad, para llegar al detalle, para ejecutar con orden y concierto.
En este modo de tratar los temas reside con frecuencia la posibilidad de encontrar la poca o mucha belleza que contienen. Sólo en el fondo del asunto está aquello que es capaz de mostrarnos su atractivo, aun cuando inicialmente pensáramos estar ante un engorro más o ante una cuestión muy alejada de los personales gustos e inclinaciones. Cuando, con el esfuerzo que sea necesario en cada caso, se penetra en el problema planteado, siempre se halla ese poquito de realidad que refrigera la mente. Por eso es desaconsejable y penoso ir siempre “a media ladera”, manteniendo el esfuerzo de transitar las cuestiones pero renunciando -por pereza, por inconsciencia- a recorrerlas por la línea de cumbres.
Cuando el miércoles comienza a ceder, el subconsciente sabe que acaba de ganar la semana. A partir de aquí todo será descenso. Se olfatea ya el carácter prefestivo del jueves y urge concretar las alternativas del findesemana. Algunos recordamos que, en nuestra infancia, los colegios daban vacación los miércoles por la tarde; quizá era el único modo de compensar una dedicación escolar que se extendía hasta el mediodía del sábado... Hoy ya no es así. Pero, como resonancia de aquello, ahora tenemos el “día del espectador” en las salas de cine. Después del esfuerzo se agradecen tanto el confort de la butaca como la transformación de la realidad que corre a cargo del celuloide.
Jueves
¡Ya es jueves!, suele comentarse. Y es que el findesemana, al adelantar el descanso al viernes, otorga al jueves la consideración prefestiva del antiguo sábado. Nada queda ya de la secular consideración del jueves como el día central de la semana, el que, precisamente, servía para numerarlas en el calendario. Y menos aún de su origen como “día de Júpiter”, deidad romana principal. Si acaso, algunos recuerdan su caracterización como “día de globos” cuando, hace muchos años, era la única tarde festiva de los colegiales. Hoy es, sencillamente, la última jornada laboral completa de la semana. Y su noche, según me dicen, la preferida por los que de verdad saben disfrutar de una selecta velada itinerante, de local en local: quede el viernes para la masa y el sábado para los empleados del comercio...
Con frecuencia es el día elegido para “quedar a comer”, expresión muy habitual entre amigos, conocidos y compañeros, que, salvo honrosas excepciones, tiende a no materializarse nunca por falta de la necesaria concreción. Cuando ésta finalmente se produce, la fecha señalada suele caer en jueves. Se han aliviado ya los emplazamientos más ingratos de la semana y el atisbar la nueva vacación anima a compartir mesa y mantel en un ambiente propicio para la charla.
Citas con antiguos amigos, con personas que compartieron el lugar de trabajo tiempo atrás, con familiares que vemos de vez en cuando... Encuentros todos ellos con una cualidad común: ambas partes disfrutan de la mutua compañía, tienen cosas que recordar, les hace ilusión conocer cómo le van al otro las cosas... E, indefectiblemente, culminan con una sincera manifestación de verse más a menudo, de repetir la experiencia sin dejar que pase tanto tiempo...
Y es que, sea o no en jueves la amistosa reunión, probablemente
se trate de una de las actividades de más trascendencia que pueden llevarse a
cabo en la apresurada semana laboral. Aristóteles aseguraba que los lazos de la
amistad necesitan tiempo, que “no pueden conocerse mutuamente los amigos antes
de haber consumido juntos una talega de sal...”, buen ejemplo si se considera
la poca que añadimos a cada comida. Por otra parte, se ve que los almuerzos
amistosos formaban ya parte del paisaje en la remota época del Filósofo.
Cuando pase el tiempo, difícilmente recordaremos los asuntos que gestionábamos en un momento determinado o las urgencias laborales que nos desvelaban. En cambio, los encuentros con los amigos y compañeros de entonces ocuparán siempre un entrañable lugar en nuestra memoria.
Viernes
Recordaba al inicio, al hablar del lunes, la influencia que en la valoración de los días de la semana tienen los locutores de radio, en particular los de emisoras musicales de FM. Es continuo su empeño por simpatizar con los oyentes mediante comentarios pretendidamente cordiales acerca del día de la fecha. Y la palma se la llevan el lunes y... ¡el viernes! Oyéndoles, un recién llegado al planeta pensaría que, amaneciendo el viernes, se producirá el fin de todo sufrimiento y el advenimiento de las más completa y duradera felicidad...
Para muchos, lo que realmente trae consigo este día es el final de la semana laboral, origen de los múltiples padecimientos que asedian al ser humano, si hemos de hacer caso a los locutores musicales. Incluso antes de que acabe esta quinta jornada, ya las cosas son distintas en algunos lugares: así, la moda en determinados centros de trabajo es acudir este día con ropa especial, cambiando el traje por ese tipo de vestuario -aún más caro- que suele denominarse “casual” y que puede describirse como “estudiadamente informal”. Quien se lo enfunda los viernes proclama a los cuatro vientos que, en breves .horas, estará disfrutando de un ocio tan exclusivo y refinado como su atuendo.
Pero aún queda un último esfuerzo en la tarde del viernes: el atasco. Esas “complicaciones circulatorias” que, en principio, nada tienen que ver con la cardiología, aunque, sin duda, acaban perjudicando seriamente a la salud. También se paga a gusto ese precio si al final, quizá de madrugada ya, puede uno descansar con la certeza de que el fondo musical del despertar correrá a cargo de los pajarillos del campo o del relajante rumor de las olas.
Sea con destino al acostumbrado lugar de descanso, a la casa rural recién inaugurada o a lugares más alejados del domicilio habitual -las bien llamadas “escapadas”-, el viernes es ya día de ponerse en camino. Reaparece así, semana a semana, la originaria condición nómada de una civilización no sólo asentada sino casi exclusivamente urbana. Y, con ella, la experiencia siempre aleccionadora del viaje, metáfora clásica de la propia vida. Desde las narraciones de los primeros grandes viajeros hasta las actuales “road movies”, los relatos y crónicas de viajes han encontrado siempre un eco particular. Hoy, además, el propio hecho de viajar se ha convertido en una actividad frecuente para casi todos e incesante para muchos.
Tanto movimiento puede aturdir. Lo deseable sería no perder esa
oportunidad que cada viaje ofrece: la de dirigirse al interior de uno mismo al
tiempo que se penetra algo más en la sustancia del alrededor. Un indicio de
esta posibilidad es que, aun sin propósito expreso, normalmente se acaba
recordando más lo que se sintió que lo que se vio.
Sábado
Comienza el sábado y, con él, la novedad pues, en gran parte de los casos, no se trata de una jornada laboral como las anteriores. A algunos nos ha dado tiempo a presenciar el forcejeo habido en los últimos decenios en torno a si se incluía o no la mañana de este día en los horarios de trabajo. La verdad es que cuando se estableció, al menos en la administración pública, que “había que ir” una de cada tres mañanas de sábado, tan claudicante acuerdo dejaba ver bien a las claras que no era sino el pórtico de la total vacación sabatina, hoy felizmente reinante. Claro que cabría preguntarse si el agotamiento típico de esta jornada -que con frecuencia hace del sábado actual un día prácticamente perdido- no es el resultado del rato diario que, precisamente para tener el sábado libre, hemos añadido a los cinco días laborales precedentes...
En todo caso, es el momento del ocio. Y me temo que, así como existe abundante literatura acerca del esfuerzo productivo y suficiente pedagogía sobre el mejor modo de “aprovechar” el tiempo, en lo relativo a la consideración del ocio humano andamos peor pertrechados. Ciertamente, considerado como fenómeno de masas, es algo muy reciente en la historia. Hemos pasado del “descanso” al “ocio”, conceptos en absoluto equiparables. A diferencia del primero, este último ha dado lugar a todo un sector de actividad económica y comercial. Suprema ironía, pues el origen etimológico de la palabra “negocio” es precisamente el de la negación del ocio (nec otio). Y, sobre todo, ha dado paso a un nuevo conjunto de actitudes personales y de situaciones sociales.
El consabido “dolce far niente” transalpino no acaba de ser bien visto entre nosotros. Quizá de ahí la insistencia de los reclamos turísticos al ofrecer una y otra vez posibilidades de “ocio activo”... O de “ocio solidario”... En cualquier caso, parece predominar el ocio como producto. Me parece tétrico el anuncio de la agencia de viajes que vende “paquetes turísticos” y que, seductoramente, añade: “Si compra sus vacaciones antes del día tal, le obsequiamos con...” O sea, las vacaciones también se compran.
Sin llegar a la conocida afirmación de Pascal (“Toda la desgracia de los hombres viene de una sola cosa: el no saber quedarse tranquilos en una habitación”), parece claro que hoy sobra desmesura. Y falta, quizá, el ocio propiamente humano, que siempre es creativo. La naturaleza, la conversación, la lectura, las habilidades manuales, son ámbitos propicios para una distensión grata y fecunda. Es verdad que estas opciones “cuestan” más, porque requieren iniciativa, pero acaban saliendo incluso más baratas que las otras.
Domingo
“Muy de mañana, el primer día después del sábado...” Así comienza el relato evangélico de la Resurrección de Cristo. Resulta claro que el domingo era entonces simplemente “el primer día después del sábado”. Y también que, en virtud de ese mismo hecho, la especial consideración hasta entonces atribuida al sábado acabará pasando al domingo -“dies domini”, día del Señor-, señalado oficialmente como día de descanso desde el año 321.
Tantos siglos de singularidad han delineado con nitidez la figura del domingo. Su larga biografía presenta unos rasgos constantes y característicos. El primero es el de servir de día de descanso. Tan inveterada resulta esta característica que parece resonar en ella la decisión -divina y campechana a la vez- de sentarse a descansar una jornada al término de las seis precedentes, una vez concluido el esfuerzo creador.
Tengo para mí que no resulta tan sencillo lograr un verdadero descanso, ese que suele calificarse de “reparador”. Ocurre como con la felicidad. Descanso y felicidad son más bien un resultado, no una tarea. Y empeñarse en alcanzarlos directamente suele ser el modo más seguro de no lograrlo. Lo que no quiere decir que no existan tareas y actividades que acaban deparando descanso y felicidad y otras que, por el contrario, desembocan en lugares bien lejanos de ambas realidades. El punto está, pues, en elegir sabiamente entre ellas.
Puede servir de pauta la consideración de la jornada dominical como “día de boxes”, por emplear el símil de la competición automovilística. Tras seis vueltas al circuito, con todos los sistemas del monoplaza a pleno rendimiento, el sentido común aconseja “pasar por boxes”. También porque el cansancio suele ser más bien consecuencia de los desajustes que el rodaje inevitablemente produce en las máquinas y no tanto simple efecto del esfuerzo desarrollado. Cuando el “fórmula uno” es un humano -muchísimo más complicado que el vehículo, por cierto- a veces no es tan sencillo precisar qué elementos son los descentrados, los que causan los chirridos y originan el desgaste irregular y excesivo en algunos aspectos de la vida.
Día de buscar los centros, por tanto.
De equilibrar neumáticos psicológicos. De revisar el estado de los dos o tres
puntos fundamentales de la vida: los vínculos decisivos, las creencias
iluminadoras, el buen sentido general de la actividad. Y de sustituir aceite y
filtros, agua y combustible: todos esos elementos que también ayudan a prevenir
sobresaltos y gripages y que son
diferentes en cada persona y situación. ¡Feliz semana!