16 de septiembre de 2022

Semblanza de los días de la semana

 

Semblanza de los días de la semana


 


Lunes

  

Al lunes le han creado una terrible mala fama. Mucha culpa tienen de ello los locutores de radiofórmulas musicales en FM, tan aficionados a elevar los ánimos matutinos del sufrido radioescucha. De modo recurrente, cifran la felicidad de la nueva jornada en su mayor o menor proximidad con el dichoso findesemana, por lo que el lunes siempre se lleva la peor parte. También trabajan en esta dirección los prosaicos comentarios oficiniles, endilgándole al primer día laboral la responsabilidad de unos estados de ánimo verdaderamente deprimentes. Cuando resulta patente que tales situaciones anímicas, por lo común, tienen mucho más que ver con la psiquiatría que con el calendario.

Aún hay un factor más en contra del lunes. La generalizada “depresión del domingo por la tarde” suele ser achacada al inmediato advenimiento de nuestro día. Es posible que así sea en algunos casos, pero me temo que, por lo general, asistimos a una maniobra de enmascaramiento: ¿no es más lógico pensar que la citada depresión tenga su origen en el lamentable uso que acaba de hacerse del findesemana? O, peor aún, ¿no puede provenir del malsano hábito de concentrar en esos días desmesuradas esperanzas de felicidad? Si fuese el lunes el causante, la depresión surgiría al caer la tarde de ese día, no veinticuatro horas antes.

Ciertamente, la rigidez que impera en los hábitos sociales hace del lunes un día de cambio. Es posible que en muchas ocasiones nos pille desprevenidos, con la atención a medio gas y sin una particular capacidad para el proyecto o para la ejecución minuciosa. A cambio, el lunes suele ofrecer situaciones de serenidad en las que los asuntos, al retomarlos, no se muestran tan agobiantes o crueles como los dejamos el viernes anterior. Bien que mal, la mente se ha refrigerado al desviar la atención de lo laboral y dar paso a cualquier otra actividad.

Además, el lunes constituye una excelente ocasión para lo que hoy conocemos como “proactividad”. En su nivel más simple, tal actitud consiste en la programación de las actividades a realizar en los días próximos. Bien hecha, la semana puede pasar a ser considerada como un conjunto de oportunidades en vez de imaginarla como un inacabable tedio. Incluso, hay quien piensa que lo ideal sería dedicar el domingo por la tarde a programar algo de la nueva semana. Se ahuyentaría así la consabida depresión y, de paso, recibiríamos al lunes con el motor ya en ralentí. De hecho, estas son las dos funciones que el lunes siempre realiza: despejarnos del sueño del findesemana y poner a punto las capacidades habituales para estar así en condiciones de rendir... ¡el martes!

 

 Martes

 

Ya apenas se divisa el puerto y el barco está entrando en mar abierto. De nuevo, inmersos en el cotidiano oleaje laboral. Día antipático, este martes, espacio de requisitorias escuetas, reclamaciones poco consideradas y emplazamientos inmisericordes. El traqueteo de las jerarquías y de la compartimentación laboral alcanza su velocidad de crucero, exigiendo que se materialicen -¡ya!- encargos, proyectos y... banalidades. 

Es un día muy apropiado para evocar cómo se habrían ganado la vida Adán y Eva si las cosas hubiesen sido de otro modo. Para imaginar los modos y maneras de un trabajo humano que realmente mereciese ese adjetivo. Porque en la imagen bíblica del “sudor de la frente” se encierran todos los inconvenientes que hoy vemos como elementos inseparables del trabajo. Y entonces no era así. La misma Naturaleza, admirada ante la dignidad de un hombre que trataba directamente con su Dios, se apresuraba a servirle, ahorrándole las penalidades que hoy conocemos. Y, supongo, el mismo Dios, complacido ante la obediencia del hombre, le recompensaba suprimiendo cualquier otra jefatura intermedia... En fin, ¡el paraíso! 

Aún hoy tienen cabida algunos rasgos que podrían hacernos recordar aquel estado de cosas. Cuando, por ejemplo, el hombre se empeña por convertir la tarea en algo propio, tratando de crear, de convertir aquello en una manifestación de su propia persona. O cuando a quien dirige le sobreviene la iluminación de que está tratando con personas y actúa en consecuencia. O cuando el trabajo está entretejido con el afecto hacia todos aquellos que recibirán el resultado, bien del servicio, bien del salario. En definitiva, cuando se está bien lejos de la difundida mentalidad del “curro” en la que la prestación laboral queda reducida al fastidioso trámite que nos separa de la contraprestación salarial.  

El martes es frecuente día de reuniones. Es necesario transmitir indicaciones, presentar proyectos, exigir resultados o, simplemente,  compartir impresiones y averiguar que al otro también le ha tomado el asunto por sorpresa... En las reuniones de menor aforo, incluso es posible que el objetivo sea saber qué precisa el otro, en qué se le puede atender o de qué manera se colaborará en la resolución de la necesidad común. También por aquello de nuestros primeros padres sigue siendo difícil la apertura al otro, el ponerse en sus zapatos, la emergente “empatía”. Pero también sigue siendo posible, una vez pagado el obligatorio peaje a costa de la personal comodidad o de la propia pereza mental. Entonces surge el diálogo, el entendimiento, el “hacerse cargo”. Y se yugulan penosos conflictos cuando sólo están apuntados. Los martes, para acordar.


Miércoles

 

Llegados a este punto, el panorama se asemeja a la imagen típica del náufrago cuya barquichuela se bambolea en mitad del océano bajo el sol  del trópico. Estamos a miércoles, en plena travesía de la semana laboral. El descanso pasado ya no se recuerda y el que está por venir aún no se adivina. Amanece un día largo, muy escaso en acontecimientos capaces de poner un punto de color al blanco y negro característico de la ocupación habitual. 

Claro que, si seguimos el luminoso consejo de “hacer de la necesidad virtud”, es posible que descubramos una de las claves de tantas desazones cotidianas. Me refiero a esa punzante sensación de no llegar, de tener listas de asuntos pendientes, de ir retrasando  esto y aquello... Y es que, en efecto, es muy difícil sacar algo adelante sin dedicarle el tiempo que requiere y el grado de atención que merece. Es decir: las cosas agobian porque no se hacen; y no se hacen porque -muchas veces- no se buscan las condiciones que se precisan para hacerlas. El miércoles, con su largo tiempo de trabajo, nos ofrece una ocasión para centrar la atención, para examinar los asuntos con profundidad, para llegar al detalle, para ejecutar con orden y concierto.

En este modo de tratar los temas reside con frecuencia la posibilidad de encontrar la poca o mucha belleza que contienen. Sólo en el fondo del asunto está aquello que es capaz de mostrarnos su atractivo, aun cuando inicialmente pensáramos estar ante un engorro más o ante una cuestión muy alejada de los personales gustos e inclinaciones. Cuando, con el esfuerzo que sea necesario en cada caso, se penetra en el problema planteado, siempre se halla ese poquito de realidad que refrigera la mente. Por eso es desaconsejable y penoso ir siempre “a media ladera”, manteniendo el esfuerzo de transitar las cuestiones pero renunciando -por pereza, por inconsciencia- a recorrerlas por la línea de cumbres.

Cuando el miércoles comienza a ceder, el subconsciente sabe que acaba de ganar la semana. A partir de aquí todo será descenso. Se olfatea ya el carácter prefestivo del jueves y urge concretar las alternativas del findesemana. Algunos recordamos que, en nuestra infancia, los colegios daban vacación los miércoles por la tarde; quizá era el único modo de compensar una dedicación escolar que se extendía hasta el mediodía del sábado... Hoy ya no es así. Pero, como resonancia de aquello, ahora tenemos el “día del espectador” en las salas de cine. Después del esfuerzo se agradecen tanto el confort de la butaca como la transformación de la realidad que corre a cargo del celuloide. 

 

Jueves

 

¡Ya es jueves!, suele comentarse. Y es que el findesemana, al adelantar el descanso al viernes, otorga al jueves la consideración prefestiva del antiguo sábado. Nada queda ya de la secular consideración del jueves como el día central de la semana, el que, precisamente, servía para numerarlas en el calendario. Y menos aún de su origen como “día de Júpiter”, deidad romana principal. Si acaso, algunos recuerdan su caracterización como “día de globos” cuando, hace muchos años, era la única tarde festiva de los colegiales. Hoy es, sencillamente, la última jornada laboral completa de la semana. Y su noche, según me dicen, la preferida por los que de verdad saben disfrutar de una selecta velada itinerante, de local en local: quede el viernes para la masa y el sábado para los empleados del comercio... 

Con frecuencia es el día elegido para “quedar a comer”, expresión muy habitual entre amigos, conocidos y compañeros, que, salvo honrosas excepciones, tiende a no materializarse nunca por falta de la necesaria concreción. Cuando ésta finalmente se produce, la fecha señalada suele caer en jueves. Se han aliviado ya los emplazamientos más ingratos de la semana y el atisbar la nueva vacación anima a compartir mesa y mantel en un ambiente propicio para la charla. 

Citas con antiguos amigos, con personas que compartieron el lugar de trabajo tiempo atrás, con familiares que vemos de vez en cuando... Encuentros todos ellos con una cualidad común: ambas partes disfrutan de la mutua compañía, tienen cosas que recordar, les hace ilusión conocer cómo le van al otro las cosas... E, indefectiblemente, culminan con una sincera manifestación de verse más a menudo, de repetir la experiencia sin dejar que pase tanto tiempo... 

Y es que, sea o no en jueves la amistosa reunión, probablemente se trate de una de las actividades de más trascendencia que pueden llevarse a cabo en la apresurada semana laboral. Aristóteles aseguraba que los lazos de la amistad necesitan tiempo, que “no pueden conocerse mutuamente los amigos antes de haber consumido juntos una talega de sal...”, buen ejemplo si se considera la poca que añadimos a cada comida. Por otra parte, se ve que los almuerzos amistosos formaban ya parte del paisaje en la remota época del Filósofo.

Cuando pase el tiempo, difícilmente recordaremos los asuntos que gestionábamos en un momento determinado o las urgencias laborales que nos desvelaban. En cambio, los encuentros con los amigos y compañeros de entonces ocuparán siempre un entrañable lugar en nuestra memoria.

 

Viernes 


Recordaba al inicio, al hablar del lunes, la influencia que en la valoración de los días de la semana tienen los locutores de radio, en particular los de emisoras musicales de FM. Es continuo su empeño por simpatizar con los oyentes mediante comentarios pretendidamente cordiales acerca del día de la fecha. Y la palma se la llevan el lunes y... ¡el viernes! Oyéndoles, un recién llegado al planeta pensaría que, amaneciendo el viernes, se producirá el fin de todo sufrimiento y el advenimiento de las más completa y duradera felicidad...

Para muchos, lo que realmente trae consigo este día es el final de la semana laboral, origen de los múltiples padecimientos que asedian al ser humano, si hemos de hacer caso a los locutores musicales. Incluso antes de que acabe esta quinta jornada, ya las cosas son distintas en algunos lugares: así, la moda en determinados centros de trabajo es acudir este día con ropa especial, cambiando el traje por ese tipo de vestuario -aún más caro- que suele denominarse “casual” y que puede describirse como “estudiadamente informal”. Quien se lo enfunda los viernes proclama a los cuatro vientos que, en breves .horas, estará disfrutando de un ocio tan exclusivo y refinado como su atuendo.

Pero aún queda un último esfuerzo en la tarde del viernes: el atasco. Esas “complicaciones circulatorias” que, en principio, nada tienen que ver con la cardiología, aunque, sin duda, acaban perjudicando seriamente a la salud. También se paga a gusto ese precio si al final, quizá de madrugada ya, puede uno descansar con la certeza de que el fondo musical del despertar correrá a cargo de los pajarillos del campo o del relajante rumor de las olas. 

Sea con destino al acostumbrado lugar de descanso, a la casa rural recién inaugurada o a lugares más alejados del domicilio habitual -las bien llamadas “escapadas”-, el viernes es ya día de ponerse en camino. Reaparece así, semana a semana, la originaria condición nómada de una civilización no sólo asentada sino casi exclusivamente urbana. Y, con ella, la experiencia siempre aleccionadora del viaje, metáfora clásica de la propia vida. Desde las narraciones de los primeros grandes viajeros hasta las actuales “road movies”,  los relatos y crónicas de viajes han encontrado siempre un eco particular. Hoy, además, el propio hecho de viajar se ha convertido en una actividad frecuente para casi todos e incesante para muchos. 

Tanto movimiento puede aturdir. Lo deseable sería no perder esa oportunidad que cada viaje ofrece: la de dirigirse al interior de uno mismo al tiempo que se penetra algo más en la sustancia del alrededor. Un indicio de esta posibilidad es que, aun sin propósito expreso, normalmente se acaba recordando más lo que se sintió que lo que se vio.


Sábado

 

Comienza el sábado y, con él, la novedad pues, en gran parte de los casos, no se trata de una jornada laboral como las anteriores. A algunos nos ha dado tiempo a presenciar el forcejeo habido en los últimos decenios en torno a si se incluía o no la mañana de este día en los horarios de trabajo. La verdad es que cuando se estableció, al menos en la administración pública, que “había que ir” una de cada tres mañanas de sábado, tan claudicante acuerdo dejaba ver bien a las claras que no era sino el pórtico de la total vacación sabatina, hoy felizmente reinante. Claro que cabría preguntarse si el agotamiento típico de esta jornada -que con frecuencia hace del sábado actual un día prácticamente perdido- no es el resultado del rato diario que, precisamente para tener el sábado libre, hemos añadido a los cinco días laborales precedentes... 

En todo caso, es el momento del ocio. Y me temo que, así como existe abundante literatura acerca del esfuerzo productivo y suficiente pedagogía sobre el mejor modo de “aprovechar” el tiempo, en lo relativo a la consideración del ocio humano andamos peor pertrechados. Ciertamente, considerado como fenómeno de masas, es algo muy reciente en la historia. Hemos pasado del “descanso” al “ocio”, conceptos en absoluto equiparables. A diferencia del primero, este último ha dado lugar a todo un sector de actividad económica y comercial. Suprema ironía, pues el origen etimológico de la palabra “negocio” es precisamente el de la negación del ocio (nec otio). Y, sobre todo, ha dado paso a un nuevo conjunto de actitudes personales y de situaciones sociales. 

El consabido “dolce far niente” transalpino no acaba de ser bien visto entre nosotros. Quizá de ahí la insistencia de los reclamos turísticos al ofrecer una y otra vez posibilidades de “ocio activo”... O de “ocio solidario”... En cualquier caso, parece predominar el ocio como producto. Me parece tétrico el anuncio de la agencia de viajes que vende “paquetes turísticos” y que, seductoramente, añade: “Si compra sus vacaciones antes del día tal, le obsequiamos con...” O sea, las vacaciones también se compran. 

Sin llegar a la conocida afirmación de Pascal (“Toda la desgracia de los hombres viene de una sola cosa: el no saber quedarse tranquilos en una habitación”), parece claro que hoy sobra desmesura. Y falta, quizá, el ocio propiamente humano, que siempre es creativo. La naturaleza, la conversación, la lectura, las habilidades manuales, son ámbitos propicios para una distensión grata y fecunda. Es verdad que estas opciones “cuestan” más, porque requieren iniciativa, pero acaban saliendo incluso más baratas que las otras. 

 

Domingo 

 

“Muy de mañana, el primer día después del sábado...” Así comienza el relato evangélico de la Resurrección de Cristo. Resulta claro que el domingo era entonces simplemente “el primer día después del sábado”. Y también que, en virtud de ese mismo hecho, la especial consideración hasta entonces atribuida al sábado acabará pasando al domingo -“dies domini”, día del Señor-, señalado oficialmente como día de descanso desde el año 321.

Tantos siglos de singularidad han delineado con nitidez la figura del domingo. Su larga biografía presenta unos rasgos constantes y característicos. El primero es el de servir de día de descanso. Tan inveterada resulta esta característica  que parece resonar en ella la decisión -divina y campechana a la vez- de sentarse a descansar una jornada al término de las seis precedentes, una vez concluido el esfuerzo creador.

Tengo para mí que no resulta tan sencillo lograr un verdadero descanso, ese que suele calificarse de “reparador”. Ocurre como con la felicidad. Descanso y felicidad son más bien un resultado, no una tarea. Y empeñarse en alcanzarlos directamente suele ser el modo más seguro de no lograrlo. Lo que no quiere decir que no existan tareas y actividades que acaban deparando descanso y felicidad y otras que, por el contrario, desembocan en lugares bien lejanos de ambas realidades. El punto está, pues, en elegir sabiamente entre ellas. 

Puede servir de pauta la consideración de la jornada dominical como “día de boxes”, por emplear el símil de la competición automovilística. Tras seis vueltas al circuito, con todos los sistemas del monoplaza a pleno rendimiento, el sentido común aconseja “pasar por boxes”. También porque el cansancio     suele ser más bien consecuencia de los desajustes que el rodaje inevitablemente produce en las máquinas y no tanto simple efecto del esfuerzo desarrollado. Cuando el “fórmula uno” es un humano -muchísimo más complicado que el vehículo, por cierto- a veces no es tan sencillo precisar qué elementos son los descentrados, los que causan los chirridos y originan el desgaste irregular y excesivo en algunos aspectos de la vida.

Día de buscar los centros, por tanto. De equilibrar neumáticos psicológicos. De revisar el estado de los dos o tres puntos fundamentales de la vida: los vínculos decisivos, las creencias iluminadoras, el buen sentido general de la actividad. Y de sustituir aceite y filtros, agua y combustible: todos esos elementos que también ayudan a prevenir sobresaltos y gripages y que son diferentes en cada persona y situación. ¡Feliz semana!

 

 


14 de septiembre de 2022

Semblanza de los meses del año

 

Semblanza de los meses del año





Enero

 

 

Hay algo de infancia en este mes. El año aún carece de historia y, por eso, de pesadumbres. Más de una vez, la mano se equivoca al escribir la fecha, como un escolar que no acierta con sus primeros “palotes”. Enero transmite la sensación de que sólo hay futuro.

 

Al tiempo, toda la maquinaria social vuelve a ponerse en marcha en cuanto se desvanecen los festejos. Y, curiosamente, apenas queda nada de todo aquello. Quizá porque, a medida que pierden su sentido personal, son más bien un acto reflejo que se produce cuando aparecen los adornos y las cenas, y cesa en cuanto estos estímulos externos desaparecen. Claro que también puede ser una simple cuestión de rechazo del exceso, de hartazgo.

 

En todo caso, cada cual se ve, una vez más, ante otro principio, ante una nueva caminata de la que conoce el trazado y el color de las etapas pero de la que desconoce todo lo demás. Comenzando porque, en rigor, nadie puede asegurar que podrá culminar el recorrido. Quizá por eso, Enero se toma con tiento. Más adelante, ya con la velocidad adquirida, aparecerá una cierta sensación de confianza, de estar de nuevo en una travesía que  resulta familiar.

 

A Enero le disculparemos cualquier contrariedad atmosférica, pues se acepta el reinado de la estación invernal. Y le agradeceremos cada una de sus bonanzas, que no suele escatimar. Días de sol, a pesar de las bajas temperaturas. Días más templados, quizá con nieblas, pero sin viento. Y el mayor reconocimiento surge cuando se comprueba que los días van creciendo, que hay más horas de luz. Es un gran regalo que este mes deposita suavemente ante nosotros, día a día.

 

Con todo, sus semanas pueden resultar fatigosas. Queda mucho por hacer. Los doce meses anteriores ya no cuentan. Y como estamos convencidos de que hemos de progresar siempre y sin altibajos, resulta difícil aceptar que la vida es un conjunto de comienzos.




Febrero

 


 

La sabiduría popular le tilda de “loco”. Y algo de eso hay. De entrada, sus días suponen una excepción numérica a la cantinela de 30 ó 31 que acompaña a sus hermanos. Y, para colmo, ni siquiera esta cifra singular es fija: cada cuatro años adopta un día más, un día que encuentra no se sabe dónde, pero que resulta tan legítimo como los 28 precedentes.

 

A lo mejor su menor talla en el calendario es la causa de sus extravagancias. Como si no se hubiese terminado de formar -en el misterioso seno del tiempo-, Febrero es probablemente el mes menos fiable del año. Carnavalero él, durante sus semanas el invierno suele disfrazarse de primavera para  devolvernos a la fría realidad en cuanto se quita la careta. Como en un desfile, los días alternan su condición meteorológica sin otro objetivo que mantener la atención del espectador.

 

Febrero es un mes de paso. Se sabe que no es el momento de resolver las grandes cuestiones. La Naturaleza ya anuncia un tiempo mejor y, de modo inconsciente, confiamos en él para afrontarlas. Tarde a tarde, los días de Febrero se despiden con un poco más de luz. Y las primeras floraciones nos sorprenden también en estas fechas, reiterando su audacia secular. Son los signos de que, a diferencia de los meses anteriores, avanzamos hacia un ambiente más propicio, más vital.

 

El calendario propone a Febrero como el lugar de las sensaciones opuestas, de las arduas deliberaciones interiores, casi nunca bien iluminadas. Es el arquetipo de lo contradictorio, de los cambios sin razón visible, del arte de sobrevivir cuando apenas se comprende ni el entorno ni la propia interioridad. Acoge esas situaciones en las que es difícil distinguir los argumentos reales de los que danzan disfrazados.

 

“Febrerillo el loco”: invierno real y primavera adelantada, máscaras y ceniza. ¡Menos mal que acaba pronto!




Marzo

 


 

Con Marzo el año llega al uso de razón. Y hay muchos días para comenzar a ejercitar tan noble cualidad. El clima suele ayudar con una cierta estabilidad, rota sólo por la llegada de la nueva estación, muchas veces más presente en la poesía y en la flora que en lo meteorológico propiamente dicho. Son semanas largas, sin interrupciones festivas, en las que no queda más remedio que afrontar la vida.

 

Como tantas cosas, este mes tiene su aspecto paradójico. Parece simple, llano, susceptible de ser transitado con seguridad. Sin embargo, con frecuencia esconde entre sus días acontecimientos trascendentales, que vienen de improviso. Cuando escribo, en el 2004, Madrid y España entera pueden dar buena fe de ello. Pero no es algo nuevo; desde el año 44 a.C. son célebres los “idus” de este mes. Quizá por haber sido en la antigüedad el primer mes del año no se resigna ahora a ser uno más y se empeña en llamar la atención como sea.

 

Con todo, probablemente sus bienes sean mayores que sus males. Comienza el ciclo vivo de la naturaleza, el predominio de la luz y, un año más, la esperanza en la próxima fecundidad. Aún se está lejos de ella, ciertamente, pero esa distancia contribuye al predominio de la imaginación sobre la realidad de lo que  efectivamente llegará. ¡Tantas veces es mejor lo presentido que lo finalmente obtenido...!

 

Marzo suele dejarnos a las puertas de la Semana Santa, cuya determinación exacta en el calendario responde a criterios a menudo indescifrables para el común de los fieles. Así, puede ser tanto este mes como el que le sigue quien albergue esas fechas singulares. Lo que importa es que, terminado Marzo, dejamos atrás una cuarta parte del año y la orquesta hace una pausa larga para volver a templar los instrumentos y colocar en los atriles una nueva partitura.




Abril

 


 

En Abril todo es división de opiniones. “Parte su tiempo abril entre llorar y reír”, asegura el refranero, recogiendo el carácter inestable del mes. Aunque, para decirlo todo, la sabiduría popular se muestra más bien en contra: “No hay abril que no sea vil, al principio, al medio o al fin”. Bien es verdad que lo que principalmente le imputan es su capacidad de dar al traste con los frutos de la labranza, de modo inesperado y traicionero.

 

El habitante de la ciudad, menos pendiente de semejantes fechorías, se limita a comprobar la poca fiabilidad meteorológica del mes. Habrá de alternar, de un día para otro, la camisa de verano con el abrigo y, sobre todo, no podrá perder de vista el paraguas. Ya se sabe: “aguas mil”. Todo este revuelo climático termina por despertar definitivamente a la naturaleza, que nos sorprende siempre con súbitas fecundidades.

 

Amén de los agricultores, hay otros dos grupos de personas que van casi a rastras por las semanas de este mes. Son dos tribus dignas de compasión: los alérgicos y los depresivos. Los primeros, infectados desde fuera; los segundos, heridos desde dentro. Para ambos, la primavera ya asentada supone una particular crisis en sus dolencias. En el segundo caso, resulta fácil comprender que este mes típicamente “bipolar” altere a quienes ya llevan esta característica en su interior.

 

Usos más o menos recientes han tratado de lastrar la fugacidad abrileña con el peso ingente de cuanto han dado de sí las imprentas del planeta desde su invención. Libros, libros y más libros. Objetos verdaderamente singulares, capaces de transmitir el espíritu humano a través de tinta y pasta vegetal. Objetos inertes, sin pilas ni control remoto, pero que son el fundamento último de cuanto vemos, oímos o decimos.

 

“Las mañanitas de abril son buenas para dormir”, dice otro refrán sorprendente. Si fuese por dedicar las madrugadas a leer...




Mayo

 


 

“Ya viene mayo por esas cañadas espigando trigos y segando cebadas”. El refranero, sin abandonar su habitual realismo agrícola, se permite una nota de poesía cuando se refiere a este mes: “Ya viene mayo por esas cañadas...” Casi recuerda a los textos místicos de San Juan de la Cruz. Y es que Mayo es el lugar idóneo para la exaltación de lo “florido y hermoso”.

 

En todas partes cunde ya la sensación de cosa hecha, se empieza a ver el final de la tarea que, normalmente, comenzó antes del invierno. Y coinciden dos precipitaciones: la de acabar con urgencia la labor y la de comenzar cuanto antes la vacación, al menos en su nada desdeñable fase de preparar viajes y estancias, a dos o tres meses vista. En realidad son estos dos esfuerzos combinados los que acaban produciendo un lamentable estado nervioso en las jornadas realmente previas al abandono temporal de las obligaciones habituales.

“Mayo entrado, un jardín en cada prado”. Por eso es tiempo de salir al campo, aprovechando el breve interludio que concede la meteorología; muchas veces, aún no se han ido las ventiscas cuando ya llegan los bochornos. Se multiplican las actividades al aire libre, también las de corte social más o menos multitudinario (bodas, comuniones...). A todas suele conceder el mes un marco apacible, con excelentes temperaturas, que no excluyen el chaparrón o la tormenta.

Los primeros calores desencadenan la eterna discusión sobre el modo en que cada cual percibe el incremento de la temperatura. Y hay que reconocer que los partidarios del “yo lo que peor llevo es el calor” suelen aducir bastantes más argumentos que sus contrarios, los del “pues a mí el calor me encanta”. Posiblemente, estos tienden a identificar calor con color y se apuntan espontáneamente a la inminente explosión de vida que la publicidad vincula a la época estival. Pero aún es pronto para hablar del verano: “Hasta el cuarenta de Mayo...”



Junio



Es un mes difícil de vivir. Trae consigo la exigencia de culminar, un esfuerzo específico ante el que es fácil tirar la toalla. Pero, al tiempo, hay mucha facilidad para no estar en lo que se debería estar. Desde la cima -cada vez más próxima- del acantilado hacia el que avanzamos, llegan ya aires salobres y brisas marinas. Se huele la vacación. Y el cambio casi inminente dificulta la concentración necesaria para rematar lo hecho en los meses anteriores. Es verdad que también en Julio habrá oportunidad de trabajar, pero será ya en campo contrario, desafiando a los elementos climáticos y sociales.

 

Junio, en el termómetro, es capaz de ofrecernos sobresaltos o caricias. Podremos acabar contra las cuerdas, golpeados por un sofoco tan imprevisto como inmisericorde. O regalados por días de amable temperatura veraniega, con tormentas vespertinas que se encargan de regular el consabido mercurio. Vienen entonces esas mañanas gratas, prólogo de días que no acaban nunca, días de junio, noches de san Juan...

 

Con todo, la sensación del mes es la de cansancio. Quizá porque fue sembrada en la niñez, con aquellos junios empedrados de exámenes finales. Quizá porque, frente al maquinismo actual -las máquinas no necesitan descansar-, se hace patente la distinta conformación de la persona, su fragilidad, sus altibajos, el efecto que produce en el cuerpo y en el ánimo un esfuerzo prolongado o una larga temporada de tedio y rutina. Probablemente las vacaciones no repondrán las cosas al estado inicial, pero casi siempre aportarán un considerable alivio.

 

Con junio acaba el segundo período importante del año. Es precisa una pausa para el renovar el decorado. La gente cambia de aspecto, de ritmos y de anhelos. A la ciudad le sale el sarpullido de las terrazas callejeras. Se transforma también el campo: quedan atrás los verdes primaverales y domina el amarillo reseco de la mies preparada para la siega o ya segada. Llega el verano, esa gran ola que acaba desactivando tantas cosas.




Julio

 


 

Bien analizado, julio es un mes con muchas trampas. De entrada, nos ha hecho creer que el calor asfixiante es una cualidad propia de agosto, que no lo sufriremos bajo su reinado. Y no es verdad: se puede pasar tanto o más calor en julio que en agosto. Unos llevan la fama y otros cardan la lana. Además, por aquello de los días largos, el calor de julio suele ser inacabable, desmoralizador. Los días calurosos se suceden sin que nada sea capaz de detenerlos y, generalmente, nos sorprenden sin haber ensayado las necesarias rutinas de defensa.

 

También es un mes tramposo en cuanto al trabajo. Pasa por ser mes de vacaciones mientras que, en realidad, muchas actividades tan sólo cambian de aspecto. Es prototípica la imagen del cabeza de familia trabajando en la ciudad y desplazándose periódicamente a la sierra o a la playa, donde descansa el resto del clan. O la del profesor agobiado por congresos o conferencias en los innumerables cursos de verano que se organizan durante este mes. Por no hablar de los cientos de personas que temen estos días a causa de los agobios que genera la compulsión colectiva de “dejar todo terminado antes de las vacaciones”, o sea, agosto.

 

Pero no todo es negativo. Julio, lo quiera o no, proporciona ocasiones de quietud. Se ralentiza la vida, se abren puertas a la naturaleza, se visitan lugares. Y el espíritu enseguida aprovecha esas oportunidades para hacerse presente, para liberarse de la férrea opresión a la que habitualmente le sometemos. Surgen así ideas, consideraciones, sentimientos. El verano, pese a sus rigores, es un momento apropiado para la reflexión, siempre que no la concibamos exclusivamente como arduo raciocinio.

 

Julio es añoranza de la edad infantil y juvenil, cuando el verano era largo -¡más de dos meses!- y casi todo cabía en él. Piscina, playa, estancias prolongadas en casas de familiares... Se perdía de vista el colegio y todo eran oportunidades. ¡Entonces sí que valía la pena!




Agosto

 


 

Es, probablemente, el mes más singular. El hilo conductor de todos sus hermanos -la actividad, las ocupaciones- casi desaparece durante su mandato. La sociedad tiende a desencuadernarse, nadie está donde solía y nada puede encontrarse donde antes se hallaba.

 

Pero, ojo, nada de visiones simplistas a la antigua usanza. No es tanto el que la ciudad se vacíe y se llenen las playas. No es un único movimiento de traslación, el tradicional veraneo. Por decirlo de algún modo, el agua ya caliente de julio llega al punto de ebullición en agosto y el líquido social se torna ingobernable. Se habla con naturalidad de “millones de desplazamientos”, justo lo que sucede en las moléculas enloquecidas por el calor. Hay incontables viajes, múltiples peripecias, “paquetes vacacionales”, días en los pueblos de origen alternados con exquisitas tournées por Centroeuropa...

 

De algún modo, la ciudad recibe su merecido. Puede constatar que si permanecemos en ella el resto del año no lo hacemos precisamente por sus encantos. En cuanto es posible, la traicionamos muy a gusto. Ella sabe que en septiembre seremos suyos de nuevo, pero así queda clara la desafección que nos suscita. Más aún si es grande y calurosa. La ciudad vacía de agosto debería convertirse en jubilosa profecía de un mañana en el que la vida sea de otro modo, aunque sea necesario repensarlo todo de nuevo.

 

Incluso ahora, en este mundo inquieto y desabrido, agosto acaba siendo un eficaz lenitivo. Disminuye la agitación, pierde fuerza la estupidez y cabe la posibilidad del crecimiento personal. La realidad tiene una oportunidad para darse a conocer, bien por la vía de la naturaleza, bien por la cordial ponderación del alrededor. Ojalá que esa frase tan voltaica de “cargar las pilas” fuese referida a un esponjamiento de las meninges, a una visión menos crispada de uno mismo. Feliz agosto si en sus silencios escuchamos la voz de la sabiduría, que sólo habla al oído.




Septiembre

 


 

No es un mes cualquiera. Y no porque sea importante, decisivo. Al contrario, tiene cierto carácter de prescindibilidad. Es el mes provisional por naturaleza. Frágil, inestable, pura transición. Quizá por ello es tan apto para tantas cosas que no caben en los meses “serios”, donde se sabe bien lo que hay que hacer.

 

Tiene una primera nota de alivio. Se va el calor, se aligera el inmenso peso que ha lastrado la iniciativa durante el estío. Sucede como a los que se entrenan para caminar o para nadar con una carga encima y, luego, prescinden de ella a la hora de competir. Se descubren así capacidades adormecidas y septiembre se convierte en momento de oportunidades.

 

Es, por ejemplo, el mes por antonomasia de las fiestas populares, de las castellanas “ferias”, hoy convertidas en el necesario epílogo de todo un verano de distensión. Se viven en el lugar de origen, entre los de siempre, por más lejos que se haya viajado en los meses precedentes. Tienen siempre sabor a despedida. Son la resistencia última ante la llamada de lo cotidiano, ya sentida cuando la luz solar comienza a ser oblicua.

 

Septiembre propicia la conversación, el “contar”. Se busca la ocasión de coincidir con el amigo, con la amiga, y departir largamente. Lo hecho y sus porqués. Lo vivido y sus circunstancias. También, lo sufrido y su huella... Es el reencuentro. Aunque no se hayan realizado grandes giras, el verano siempre propicia la excursión hacia el alrededor y la incursión en la propia realidad.

 

Probablemente el año no podría entenderse ni vivirse sin Septiembre. Es, en términos técnicos, la “junta de dilatación” del conjunto férreo de los restantes meses. Cuando termina, ya se ha iniciado el “vals de otoño” que periódicamente interpreta la naturaleza. Pero, como cada año, Septiembre habrá resultado inolvidable.




Octubre

 


 

Qué duda cabe de que es un mes “serio”. Aunque ya adelanto que el mes serio por excelencia es el que le sigue, Noviembre. Frente a él, Octubre obtiene su relativa amabilidad de la transición que se produce bajo su mandato. Es todo un prodigio comenzar con el último verano y acabar con el primer invierno.

 

Octubre es escarpado. Y presenta una progresiva inmersión en el mundo de la actividad, de los compromisos de cualquier tipo. Como el cambio es la especialidad de la casa, logra que la progresión resulte hacedera, aunque se note semana a semana cómo las cosas van tomando relieve y velocidad.

 

Inmemoriales tradiciones escolares le marcan. Peor aún: nos marcan a todos, a pesar de que estemos a años luz de pupitres y lapiceros. Por eso se crea la atmósfera colectiva de que algo está empezando, de que es el momento oportuno para trazar planes, para establecer objetivos e iniciarse en cualquier cosa...  Afortunadamente, en muchas ocasiones los primeros fríos aquietan la floración de propósitos.

 

En octubre se escapa la luz solar casi sin hacer las maletas. Incrédulos, miramos al cielo en sus atardeceres con la sensación del estafado. Y recordamos las recientes tardes de verano, inmensas, inacabables, casi excesivas. A cambio, comienza el maná vegetal. ¿Cómo van a ser hojas muertas esas que vuelan con tanta vitalidad, mejor vestidas que nunca? Nos acompañan todo el mes, posando multicolores en el árbol o viniendo a nuestro encuentro con ocasión del menor vientecillo.

 

En octubre comienza la etapa de mirar más de cerca a quienes nos rodean. Porque se está más en casa. Porque es preciso sentarse a trabajar con unos y otros. Quizá porque la adivinación de los árboles desnudos haga presente lo desapacible de la soledad.




Noviembre

 

 

 

Noviembre nace festivo. En su constante girar, la ruleta se para cada año en el día primero de este mes. Y, entre flores y frío, viene la visita a los cementerios, lugares que no suelen formar parte de la mentalidad cotidiana. Hay afecto, melancolía, tristeza... Mil voces subterráneas susurran al oído de los visitantes. Cada cual rebobina un poco de su historia personal. Los más, rezan una oración. Casi todos ponen flores. Ha empezado Noviembre.

 

Como contraste, la aparición de las castañeras reactiva la infancia. En su modestia, ofrecen frutos muy poco distinguidos: castañas, boniatos... El transeúnte apenas se detiene, pues el frío ya se ha hecho presente y conviene apretar el paso. El sol, cuando comparece, hace jornada continua. Es preciso aprender a vivir sin su luz durante muchas horas.

 

Durante este mes se ensaya el ritmo de vida que se supone debería ser el habitual. Horarios ceñidos, ir y venir... Además, la mayor parte de los sucesos que tienen periodicidad anual se acumulan precisamente en estas semanas. El resultado es, año a año, el mismo: “¡así no hay manera!” Por lo que ya diciembre se estrenará con una guirnalda de fiestas, y “lo normal”, salvo alguna que otra recaída previa a la primavera, quedará pospuesto al siguiente Noviembre.

 

Es un mes que puede hacerse muy largo. Por el ritmo descrito, sí, pero, más aún, por la falta de perspectivas. Las Navidades, antes meta lejana y festiva, irrumpen ahora como una  fastidiosa actividad de larga duración comercial. Pese a todo, un buen día surge la mágica constatación: “¡Ya estamos en diciembre!” Y Noviembre, mes serio, estremecido por el recuerdo del más allá y los rigores de la vida presente, vuelve al armario de los meses, con un puñado de castañas, ya frías, en los bolsillos.




Diciembre

 


 

Su inicio siempre es grato. Se ha llegado al fin del proceso, el año está ya en las últimas. Pero pronto aparece la desazón pues algunas costumbres recientes lo han vuelto complicado y fatigoso con la excusa de las fiestas. Convenciones de dudoso origen han hecho que este mes se convierta en una carrera de fondo o, mejor, en una larga etapa de montaña con dos puertos de primera especial, navidad y nochevieja. Etapa que finalizará en el mes siguiente con un último pico, nada desdeñable, el día de reyes. Así, a la suave esperanza de antaño se ha superpuesto una tensión perturbadora.

 

Con todo, aún disfrutaremos de momentos típicos de este mes. Como cuando conjuga admirablemente el frío y el sol, con una armonía especial. O cuando parece que la fuerza del astro se debilita y sólo alcanza a permanecer tras la niebla horas enteras produciendo una luz plateada y confortable. Por supuesto que puede haber heladas y, de vez en cuando, esa nieve que humaniza la ciudad y acaricia los campos.

 

Diciembre obliga al balance, al objetivo recuento del haber y el debe. Puede que los logros hayan sido escasos teniendo en cuenta la inmensidad de tiempo que supone todo un año gastado. Y surge la conciencia de la propia limitación, la clave más certera para entender la condición humana. Convendrá tomar nota y sentar las bases para que el nuevo año resulte mejor. Es un favor que nos hace Diciembre  y que envuelve entre festejos.

 

Como esto de los meses no es lineal sino circular, a Diciembre le toca el engarce con el primero de la siguiente serie, con enero. Ambos se llevan muy bien, quizá por pasar tanto tiempo juntos. Son muy conscientes, además, de lo importante que es su actuación sincronizada, pasando el relevo en el momento justo. Una distracción sumiría a la humanidad en el desorden y en el caos. Pero no hay peligro; hasta ahora nunca han fallado en esa difícil maniobra que muchos jalean entre uvas y champán.