El otro día estuve en una jornada de formación junto a otros funcionarios, en un organismo oficial. En ese ambiente es típico hacer reflexiones acerca de los rasgos que nos caracterizan como grupo. En este caso ambas profesoras, la de la mañana y la de la tarde, comenzaron sus respectivas sesiones con este tipo de consideraciones.
Yo pensaba, mientras tanto, que en la vida de cada funcionario hay tres etapas bien delimitadas: los años previos a aprobar la oposición, los años de desempeño de puestos en la administración y, finalmente, los años posteriores a la jubilación. Pues bien: resulta que -de hacer caso a las opiniones mayoritarias-, en la primera etapa somos los mejores, los más valiosos y brillantes; en la segunda, como por ensalmo, pasamos a ser considerados lo peor, la causa última de todas las desdichas y el más evidente de los males patrios; habrá que esperar a la jubilación, tras la cual los más son recordados con afecto por compañeros, colaboradores y público en general.
¡Paradójica reputación la de los funcionarios! Me temo que sólo el recuerdo afectuoso tras la jubilación es adecuado a la realidad. Ni éramos tan buenos el día que aprobamos la oposición ni tan malos a partir de la toma de posesión.
He dicho.
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