Vivimos en la apoteosis conceptual de lo público. Buen ejemplo de ello son las reiteradas admoniciones que recibimos los ciudadanos para utilizar el denominado transporte público. Desde diversas instancias se cantan sus excelencias a toda hora aunque, si bien se mira, no se ponderan tanto las ventajas que objetivamente puede ofrecer como medio de transporte sino, más bien, la oportunidad que ofrece al usuario de demostrar con hechos su civismo y su solidaridad (se supone que frente al incívico e insolidario ciudadano que se desplaza en su propio vehículo...)
Al respecto, y como también se dice ahora, un par de cositas:
Cuando en estos casos se utiliza el adjetivo público indudablemente se está haciendo en consideración a la titularidad del medio de transporte, es decir, es público porque el dueño del autobús o del metro es un organismo oficial. Y quizá por ello hay quienes niegan tal condición... ¡¡a los taxis!! De nuevo parece actuar aquí, entre bambalinas, un oscuro censor de las conductas que escapan al control estatal.
De acuerdo con el criterio de la titularidad del vehículo y no tanto con el más evidente criterio de su accesibilidad -exclusiva o universal-, consideraremos transporte público a las comitivas de coches oficiales y, como decía, le negaremos tal condición a los taxis que están a disposición de cualquiera.
Y es que, en realidad, en la bonita expresión transporte público se esconden otros dos conceptos mucho menos atractivos desde el punto de vista de la propaganda: suelen referirse a medios estatales, autonómicos o municipales y, siempre, a vehículos de transporte colectivo.
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