El funcionario del pueblo más remoto de España y el más reciente opositor (basta con que haya comprado ya los temas) saben lo que es la LRJ-PAC: ni más ni menos que la Ley 30/1992, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común (esto último quiere decir que se limita a establecer lo que es general en los procedimientos, se supone que dejando para otro momento las complicaciones propias de lo especializado...)
Ahora, a las puertas de sus primeros veinte años de vigencia, recuerdo la "movida" que representó su entrada en vigor. Baste decir que venía a derogar, sustituyéndola, a la venerable LPA (Ley de Procedimiento Administrativo) de 1958 que, en expresión del legislador de 1992, "pretendió modernizar las arcaicas maneras de la Administración española". Y vaya si lo consiguió, añadiría yo.
Con ocasión de la botadura de la LRJ-PAC, sus promotores hablaban y no paraban de las excelencias del producto. Lo presentaron como el bálsamo de Fierabrás, capaz de transformar a los españoles de súbditos en ciudadanos en un instante. Al fin, decían, se equilibrarán las relaciones de los particulares con la Administración. Y recitaban la larga lista de "derechos" que la norma generosamente concedía a quien desde ese momento tuviese la peregrina idea de acercase a una ventanilla.
Sin saber que profetizaba el tortuoso camino de reformas y contrarreformas que sufriría con los años el nuevo texto legal (para desesperación de cuantos no tenemos más remedio que relacionarnos con él), un compañero comentó entonces con sorna:
-En efecto, esta ley viene a igualarnos a todos. Pues la LPA no la entendían los administrados... y ésta, ¡tampoco la entendemos los funcionarios!
¿No fue esta ley la que inventó las "certificaciones de actos presuntos"? ¡Kafkiano!
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